Ermita de San Quílez

SAN QUÍLEZ Y SANTA JULITA

El edicto de Diocleciano para exterminar a todos los cristianos de su imperio llegó a Licaonia, antigua región de Asia Menor (Turquía), llenando sus ciudades de potros de tormento, horcas y cadalsos. Julita, una joven viuda, culta y adinerada, abandonó todas sus posesiones por no renunciar a su fe cristiana y, ayudada por dos sirvientas, que posteriormente la abandonaron, huyó con su único hijo, llamado Quílez, de tres años, hasta refugiarse en la distante población de Tarso de Cilicia.
Sin embargo, al poco tiempo, en Tarso se hizo aún más virulenta la persecución y, acusada de cristiana, Julita fue arrestada junto a su hijo y llevada, dada su calidad social, a presencia del despiadado Alejandro, gobernador de Isauria.
La historia nos narra la valentía de la santa al defender sus convicciones de fe ante sus interrogadores y cómo increpó el paganismo y la ignorancia de sus perseguidores hasta el extremo de exasperar al gobernador, el cual, lleno de cólera, mandó arrancarle al hijo de sus brazos y que la pusiesen en el potro.
Siendo probablemente la primera ejecución en aquella provincia, quiso el gobernador aterrar con ella a los cristianos y obligó a que se le destrozara el cuerpo con látigos hechos de nervios de bueyes.
El niño, viendo el tormento, lloraba y gritaba intentando librarse de quienes le sujetaban. Viéndolo tan vivo y tan hermoso, mandó el gobernador que se lo acercaran y procuró calmarlo sentándolo en sus rodillas y acariciándolo, pero Quílez se desasía de él con patadas y manotazos, arañándole incluso, volviendo la cabeza hacia el lugar en que martirizaban a su madre y gritando como lo hacía ella: “Yo soy cristiano, yo soy cristiano”.
Furioso y descompuesto el gobernador, cogió al niño por una pierna y anunciando brutalmente: “Ya que eres cristiano como tu madre, perecerás como ella”, lo estrelló contra la primera grada del pavimento del tribunal, ante la indignación y el murmullo de todos los asistentes al ver abierta y derramada en sangre la cabecita del niño.
A Julita, que presenció la gloriosa muerte de su hijo, le oyeron decir: “Si algo deseo con ansia, es tener parte en la dicha de mi hijo y caminar cuanto antes a hacerle compañía en la Gloria”. Luego, con mayor fuerza, repetía a gritos su profesión de fe: “¡Yo soy cristiana…!”, hasta el extremo de que sus verdugos tuvieron que ponerle una gran bola en la boca para que no hablara.
Ofendido el gobernador y deseando salir cuanto antes de aquel trance, ordenó que le despedazasen los costados con uñas de metal; que echasen pez derretida sobre sus pies; y, finalmente, que le cortasen la cabeza.
Esto ocurrió el día 16 de junio de 305.

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